Por Lautaro Rivara
Las elecciones presidenciales venezolanas del domingo 28 de julio colocaron a la nación sudamericana en el centro del huracán global. No es la primera vez, claro, considerando la centralidad política y geopolítica que ha adquirido aquel país en lo que va del siglo. La tempestad, tan anunciada, comenzó antes de que el Consejo Nacional Electoral (CNE) anunciara los primeros resultados en horas de la madrugada. Incluso semanas antes, si entendemos como momento propiciatorio a las narrativas de fraude (y también a las encuestas triunfalistas) publicadas durante semanas por la oposición local, la derecha global y los grandes medios de comunicación.
En esta serie de artículos dejaremos en suspenso, en honor a la brevedad y la síntesis, toda consideración política, económica o moral sobre el presente, los desafíos, las contradicciones y los derroteros posibles del chavismo y del gobierno de Nicolás Maduro Moros, tema que atenderemos en próximos textos. Lo que nos interesa es ponderar el proceso electoral, su desarrollo, la justicia o injusticia de sus resultados, las narrativas dominantes, el papel de los medios de comunicación, el contexto geopolítico, así como las estrategias seguidas por la oposición local e internacional como respuesta a la victoria oficialista anunciada por el CNE. Estrategias que van, como pudimos ver en las calles de Caracas, desde el calentamiento de calle y la violencia de lo que localmente se conoce como “guarimbas”, hasta la proclamación del opositor Edmundo González por María Corina Machado, lideresa de su propio espacio político, así como los primeros reconocimientos internacionales del rey coronado.
La demora de los resultados: ¿inédita e inexplicable?
Para comenzar por el nudo principal, el que más zozobra y suspicacias ha generado entre propios y extraños, veamos el tema de la demora en la publicación de los resultados y de la ausencia, de momento, de las ya mundialmente célebres “actas”. Cabe recordar, en primer lugar, una denuncia que pasó desapercibida: en la jornada anterior a la votación, el gobierno denunció un intento fallido de cometer un sabotaje eléctrico en la subestación de Ureña, en Táchira, que habría producido una interrupción crítica de la electricidad en varios estados a horas de abrir los centros de votación (algo parecido se denunció hace un mes en el Estado de Nueva Esparta). Es decir, que si damos esta denuncia al menos por plausible, no habrían sido uno sino dos las tentativas de sabotaje al proceso electoral. Considerando la historia reciente de Venezuela, pródiga en atentados, sabotajes petroleros y eléctricos, incursiones paramilitares y ejercicios de “intervencionismo humanitario”, la denuncia es de todo menos risible.
Pero pongámonos en materia. En la primera hora de la madrugada del martes, el CNE denunció otro ataque, en este caso cibernético, contra el sistema de transmisión de datos. En esta esclarecedora entrevista, el especialista y auditor externo del CNE Víctor Theoktisto dio una explicación técnica que no ha sido refutada aún. Según Sputnik, siguiendo al perito, “el ataque referido por Maduro se trató de un DOS (Denial Of Service – Denegación de Servicio) realizado desde la República de Macedonia del Norte y el cual consiste en saturar las redes con una enorme cantidad de tráfico espurio para evitar se logre transmitir la información”. No se trataría de un hecho inédito, sino que el DOS es un tipo de ataque habitual que incluso se ha registrado también en otros países, como sucedió en Hong Kong durante las protestas de 2019, o también contra grandes y robustas empresas como Telecom o Amazon.
Nada de esto sería posible sin suscriptores
“Aunque es imposible alterar el contenido de lo que se transmitía -agregó el experto- sí se logró disminuir las conexiones. De tal manera, que pocas veces se completaban exitosamente, ralentizando todo el proceso de totalización”. Según Theoktisto, “fue un ataque global y multifactorial contra el Estado venezolano”. A esto debemos sumar la escasa diferencia señalada entre Maduro y González, de apenas 6.2 puntos, lo que habría forzado a contabilizar una cantidad elevada de actas (el 80 por ciento), para disponer de una muestra rigurosa y ofrecer una tendencia que fuera irreversible. De hecho, este es un procedimiento estándar en la mayoría de los países, al menos de nuestra región.
Además, hay que decir que no es la primera vez que el CNE comunica sus resultados provisorios en horas de la madrugada, lo que sucedió por ejemplo en las presidenciales de 2013, la última pulseada presidencial reñida que se dio en el país: en ese entonces, la diferencia entre Maduro y el opositor Henrique Capriles fue de apenas un punto y medio, y los resultados se comunicaron aún más tarde en la madrugada.
Por último, es necesario señalar un cierto doble estándar: lo que en Venezuela fue tomado como un indicio casi seguro de que el resultado estaba siendo amañado, no genera ningún escándalo en países y sistemas electorales que pueden tomarse hasta varios días para ofrecer resultados irreversibles. El caso emblemático es ni más ni menos que el de los Estados Unidos, con procedimientos mucho más arcaicos, demorados y falibles que los de Venezuela, como se demostró en las elecciones de George W. Bush contra Al Gore en el año 2000, y también menos legitimados socialmente, como lo demostró el asalto de las bases trumpistas al capitolio el 6 de enero de 2021.
Aquí, hipotetizamos, opera el prejuicio largamente sedimentado en torno a la posibilidad de unas elecciones fraudulentas (una narrativa con efecto de verdad), que termina por unir hechos puramente incidentales que en sí mismos nada prueban, forzando relaciones incomprobables de causa y efecto (siendo el tan fustigado “régimen” la causa y el “fraude” su consecuencia autoevidente).
Las actas no aparecen, pero ¿qué actas?
En realidad, hay aquí una confusión semántica hábilmente explotada. Cuando un latinoamericano piensa en “actas electorales” se imagina, en sintonía con sistemas de votación que por lo general siguen siendo analógicos en la mayoría de nuestros países, un documento en papel, firmado por autoridades de mesa y testigos de los partidos, que anotan a mano (y validan con su firma) el número de votos obtenido por cada espacio o candidato en una urna determinada (actas que después son recontadas a mano).
Nada parecido sucede en Venezuela. Las célebres “actas” son aquí documentos automatizados, elaborados sin mediación humana, impresos por las mismas máquinas de votación. Otra imagen errónea se deduce del pedido de “auditar los votos”: en Venezuela, como tal, no hay votos físicos, ni tampoco sobres ni boletas o tarjetones. Lo que hay son comprobantes, no de la votación, sino del funcionamiento de la máquina, que permiten la verificación sobre si lo que la persona votó y la máquina emitió como respaldo físico se corresponde de manera fehacientes. Para más transparencia, esta auditoría “en caliente” puede ser acompañada por todo ciudadano que esté interesado en ella, sin importar su cantidad o si han cumplido o no funciones en las meses (en el colegio Nuestra Señora de la Guadalupe, en Caracas, pudimos ver hasta 150 personas, la mayoría opositoras, revisar este proceso celosamente). Cabe destacar, de nuevo, que esta auditoría no es un recuento de votos, y que se hace sobre un número impresionante: el 54 por ciento de las máquinas, cuando en los países que cuentan votos-papel las muestras suelen ser ínfimas en comparación.
Para complejizar y volver el asunto más seguro, las “actas de escrutinio” se imprimen en un papel de seguridad, con un código único, alfanumérico, que las autoridades y apoderados firman. Este acta, por supuesto, es el que permite que los partidos políticos puedan chequear sus resultados con los transmitidos por el CNE. Aquí aparece la primera falacia de la oposición, cuando se jactan de tener cantidades variables de las actas, convalidarían de manera irrebatible su “victoria aplastante”.
Por definición, cualquier partido grande, que pueda tener al menos un representante en cada centro a nivel nacional, obtiene de rigor estas actas, pues así lo establece la ley electoral. Por supuesto, la principal coalición opositora tenía, y así lo declaró, testigos electorales en todas y cada una de las 30.026 mesas de votación. ¿Por qué habría de tener entonces en su haber sólo un porcentaje limitado de actas? Quizás, hipotetizamos, porque presentando una muestra de confección propia, pequeña y sesgada, podrían fácilmente inducir los resultados esgrimidos.
Así, por ejemplo, con un porcentaje de las actas en donde González hubiera sacado sus mejores resultados, se podría decir que todas las actas repetían el mismo patrón, algo inverificable con una muestra limitada. En suma, estadística básica.
No es casual, entonces, que en la primera declaración de Machado post anunciso del CNE, la líder opositora haya asegurado tener el 81.21 por ciento de las actas, contradiciéndose luego en la conferencia de prensa del día 29, en donde aseguró tener el 73.20. Otros números, dispares, menores incluso, también circularon. Una posibilidad, remota, sería aducir que las actas les fueron masivamente denegadas en los centros de votación, contraviniendo la ley electoral, pero la oposición tampoco presentó prueba alguna de esas denuncias (bastaría con videos tomados por sus apoderados, algo tan sencillo en la época en la que cada sujeto lleva consigo un teléfono celular).
La misma variación arbitraria se verifica en los supuestos resultados obtenidos por la oposición, que según los posicionamientos de González, Machado y otros dirigentes en diferentes declaraciones, serían del 67, el 71 o el 80 por ciento a su favor. También vimos en estos días a miles de bots, (suponemos que no fueron enviados por el chavismo, va de suyo) instalando masivamente estos y otros números cabalísticos. Números parecidos a los defendidos, también con muchas “prestigiosas” casas encuestadoras, por la opositora mexicana Xóchitl Gálvez, que finalmente quedó lejos de los 30 puntos porcentuales. Y que, casualmente, también prometió aportar rigurosas pruebas de un fraude histórico que nunca presentó. Vale la pena sospechar si no estamos, más bien, frente a un modus operandi regional.
No indagaremos aquí (lo haremos luego), sobre si ese resultado apabullante e inédito se condice o no con criterios cualitativos e interpretativos como: la votación histórica de chavismo y oposición, la convocatoria de cada espacio en sus respectivas campañas, la situación económica y social del país tras el relajamiento de las sanciones y el fin del desabasecimiento y la hiper-inflación, etcétera.
Pero sigamos con las decisivas minucias procedimentales. La única forma de dar por buena la veracidad de las mentadas actas es revisar el papel de seguridad y chequear el código que las identifica, algo que es imposible con los pantallazos o fotografías que vienen circulando miles de bots (y algunos humanos) en redes sociales de manera dispersa. Estas actas, como sucede en muchos de nuestros países, son fácilmente falsificables con cualquier elemental programa de diseño, y no han sido presentadas en papel.
Por eso, más que montar un sitio web paralelo al del CNE o tomar fotos aisladas sin ningún valor muestral (o incluso groseros gráficos de Excel), la oposición debería presentar sus actas originales (y totales) a la justicia, como es su derecho, para cotejar si efectivamente se corresponden o no con los resultados del poder electoral. De momento, todo lo actuado por la oposición parece tener fines más propagandísticos (volveremos sobre esto luego, y veremos como se liga a la guerra híbrida) que la intención de esclarecer los resultados por el mecanismo que sea.
Por último, hay que decir que todo este complejo proceso tiene auditorías previas (fueron al menos tres, y no fueron impugnadas por ningún candidato opositor, ni siquiera por González y Corina Machado), así como una serie de auditorías posteriores estipuladas por ley. Para el día de las elecciones, todos los partidos acordaron que el sistema era confiable, seguro y estaba encriptado. ¿Qué podría haber fallado después, a no ser el curso esperado de la voluntad popular? Ni una sola de las denuncias de fraude han elaborado siquiera una hipótesis que permita entender cómo este sistema podría haber sido burlado.
Además, como sugerimos, según la ley aceptada al momento de concurrir a las urnas, lo que correspondería sería en todo caso presentar una denuncia al Tribunal Supremo de Justicia, y si tampoco se confiara en la imparcialidad del organismo (lo que puede pasar en un país tan polarizado), todavía quedarían recursos supra-legales. Y ahí sí, lo que la tradición liberal-republicana llamó siempre el “derecho de rebelión”.
Sin embargo, aquí la ecuación fue totalmente invertida: antes de agotar (o siquiera explorar) los recursos técnicos, legales y políticos a disposición, se instó a una rebelión, incluso antes de haber contado la totalidad de los votos. Además, pese al brutal y desparejo celo democrático que envuelve todo lo referido al “régimen chavista” (ya hablamos de la doble vara internacional, que tiene causales geopolíticas específicas que no podemos desarrollar aquí), y pese a la ansiedad generalizada (quien escribe no está exento de ella), apenas si han pasado tres días desde los comicios. Y no las semanas o meses que en algunos países suele demorar el escrutinio ante un resultado apretado, o incluso el presentar las actas definitivas, sin que mediaran en esos casos insurrecciones ni auto-proclamaciones por parte de los eventuales perdedores).
Por eso, quizás, más sensato que alimentar las narrativas de fraude con una equidistancia que siempre escora para el mismo lado, sea esperar y ver, ver y esperar, dudando sí, pero dudando de todos y todo. Además, sería conveniente no invertir la carga de la prueba: el oficialismo acusa a la oposición de golpista, algo que nadie en su sano juicio podría negar ante un golpe de Estado consumado y reconocido por sus propios protagonistas como lo fue el del 11 de abril de 2002 (vale la pena recordar que Machado estampó su firma en el decreto de disolución de todos los poderes de la república promulgado por el efímero presidente de facto, Pedro Carmona Estanca). Y la oposición, a su vez, acusa al gobierno de fraudulento, algo que ya han denunciado reiteradamente en el pasado, prometiendo pruebas que nunca presentaron, o que fueron fácilmente desmentidas, incluso por organismos del Norte Global insospechados de chavismo. ¿Significa esto que cada actor actuará ahora de la misma forma que en el pasado? No, pero sigue siendo más probable esto que lo contrario, dado que en la vida social y política no hay leyes, pero sí regularidades.
Yendo ahora al tema más sensible y el que más genera suspicacias (el de la presentación de los votos totales y tabulados) no podemos tener certezas, pero si al menos hipótesis plausibles, algo que la oposición no ha ofrecido. De nuevo, según el gobierno (creer o reventar, aunque la denuncia existe y ya citamos un perito capaz de explicarla técnicamente), la página oficial del CNE está caída desde el 29 de julio, producto de los ya citados ataques. Acaso podríamos especular además sobre motivaciones políticas añadidas, como el esperar, en esta feroz pulseada, a que sea la oposición la que presente primero sus célebres actas, para después falsearlas de manera inapelable con las del CNE, algo que tendría un indudable valor para deslegitimar a una facción opositora abstencionista y denuncialista. Es tan sólo una especulación, que vale la pena considerar, pero que por supuesto es indemostrable.
Conclusiones
Acaso contra la tentadora teoría de los “dos fraudes” que algunos podrían empezar a concebir, hija de la teoría de los “dos golpes” que se esgrimió para derrocar a Pedro Castillo en Perú en el 2021, siamesa de la teoría de los “dos autoritarismos” que se llevó puesto a Evo Morales en Bolivia en 2019, no hay aquí nada parecido a un punto de equilibro. Por el motivo que sea (creer o reventar), es verdad que no disponemos todavía de las actas y los resultados discriminados por centro de votación que con justicia han exigido no sólo los detractores de Maduro, sino varios de sus aliados como Petro y Lula, y que éstos son imprescindibles para zanjar el debate de quien conquistó una mayoría.
Sin embargo, conforme avance la estrategia callejera y los “reconocimientos” a González, este asunto se convertirá cada vez más en un debate bizantino, poco más que en una anécdota, cuando debería ser la fuente única e indiscutible de toda legitimidad democrática. Esto fue exactamente lo que sucedió con el debate procedimental de si Castillo había perpetrado o no un autogolpe antes del golpe, y bajo qué sugestiones; y también lo que aconteció con las discusiones sobre el presunto fraude electoral en Bolivia, que avalaron actores como la OEA, los Estados Unidos, naciones europeas, la derecha latinoamericana, e incluso varios intelectuales progresistas o liberales (tema sobre el que ya escribimos, con este mismo enfoque). Actores que, curiosamente vuelven a irrumpir de nuevo en escena, como Luis Almagro, Antony Blinken o Elon Musk.
Claro, algunos de estos actores (al menos los más honestos) se retractaron, pero cuando ya era demasiado tarde, cuando los respectivos golpes estaban consumados, la revancha había sido desatada y las víctimas se apilaban en El Alto boliviano o en las sierras peruanas. Tarde, muy tarde, se demostró que la impugnación nacional e internacional de procedimientos y resultados no perseguía finalidades democráticas, sino que eran un medio para asaltar, por la fuerza, el poder del Estado, siguiendo al pie de la letra todos los manuales de la guerra híbrida. En ambos casos, de las tiranías presuntas pasamos, por golpe de mano, a las dictaduras efectivas. Dictaduras que, como la de Dina Boluarte en el Perú, fue la primera en reconocer como presidente de Venezuela a Edmundo González.
Nodal
Publicado en lanuevacomuna.com