Del riesgo permanente a la devaluación permanente
La aceleración en el tipo de cambio es una consecuencia de algunos desequilibrios económicos que tienen un claro objetivo: desindustrialización por competencia darwinista, precarización laboral vía incentivo individualista –emprendedurismo- y desregulación del comercio interior y exterior con bases en el libre comercio. Estos tres puntos se relacionan con los objetivos económicos para el cambio cultural y político.
Se asiste ahora al ciclo de una economía desregulada que no resuelve los problemas esenciales que el Gobierno creyó eran sencillos: inflación, actividad económica, transferencia de recursos al exterior. Las tres persisten y se retroalimentan distintas estrategias por parte del capital y el trabajo.
La desindustrialización por competencia darwinista se basa en aplicar un aumento de los servicios públicos con baja de subsidios económicos de forma uniforme, sin contemplar el tamaño de las empresas y los sectores económicos. Así, se genera una competencia desigual.
En ese contexto, el capital mediano y pequeño realiza estrategias como acuerdo de renuncias que hacen perder la antigüedad a los trabajadores, atrasos en el pago de impuestos, toma de deuda para cubrir otras situaciones en instituciones financieras no bancarias -pagando tasas exorbitantes-. Precarización laboral y empresaria.
La desregulación del comercio exterior –reduciendo los derechos de exportación, liquidando divisas sin necesidad de ingresarlas al sistema financiero nacional y acentuando el déficit comercial creciente-, y la desregulación financiera –requisitos nulos al movimiento de capitales, endeudamiento externo para provincias, empresas y Gobierno nacional- son los rasgos principales de este modelo. Los efectos impactan en la economía real. El primer trimestre de 2018 duplicó el déficit comercial de 2017: alcanzó unos 2.490 millones de dólares. La liquidación de divisas del primer trimestre fue de 200 millones de dólares, menor a la de 2017, y no hay datos de abril.
Aunque los efectos en la actividad económica son disímiles, en el primer trimestre de 2018 la molienda de cereales y oleaginosas cayó 8,4 puntos porcentuales en comparación con el año pasado. Lo paradójico está en la variable combustible, que es central. El petróleo procesado también decreció 1,5 por ciento.
Los únicos rubros que pujan de forma positiva son acero crudo (24%), cemento (11,6%), materias primas plásticas y caucho sintético (37,2%) y automotores (26,7%). O sea, la industria automotriz, la construcción y la obra pública –mantenimiento de calles vía asfalto- son los que impulsan la actividad. Y si bien el levantamiento de las restricciones de EE.UU al acero impacta de forma ascendente, esa medida expiraría este mes.
Por lo demás, el caso de la industria automotriz resulta llamativo porque el rubro neumáticos descendió un 11 por ciento. El panorama es complejo y combina suba de combustibles y servicios públicos con la precarización laboral y empresarial y créditos que no resuelven la situación y tienden al pasaje de trabajadores a la informalidad laboral o la precariedad de los monotributistas, al tiempo que los empresarios cierran, contribuyendo a la concentración económica en favor de las firmas más grandes.
Es más fácil tomar deuda en el exterior, colocar una parte en Lebac y mantener el nivel de producción en este contexto. El dilema está en las medianas y pequeñas empresas, que terminan adoptando prácticas especulativas para sortear la incertidumbre económica.
Los dichos del jefe de Gabinete, Marcos Peña, confirman el rumbo. “Siempre vamos a tomar las medidas necesarias para cuidar este proceso de baja de la inflación”, soltó el premier local. En consiguiente, el titular del Banco Central de la República Argentina (BCRA), Federico Sturzenegger, dispuso una suba de la tasa de la Lebac al 30 por ciento, único instrumento que utiliza el macrismo para contener el alza de inflación.
Esta política se la conoce como doctrina Martínez de Hoz (1976-80) y consiste en poner la tasa de interés por encima del nivel inflacionario para generar un contexto de riesgo –en términos actuales, incertidumbre-. Como consecuencia, pierden los de menor capacidad económica para afrontar este cambio.
La gestión actual flota, entonces, en una especie de riesgo permanente. Y la pregunta que se suscita es si carece de herramientas para anticiparse posibles devaluaciones. La respuesta es que el BCRA cuenta con los instrumentos para evitar los shocks de un movimiento de la tasa de interés de la FED. En su informe de estabilidad financiera (nov17 ) del segundo semestre de 2017, expone: “Los factores que eventualmente podrían gatillar un cambio negativo abrupto (evento de baja probabilidad) con respecto al escenario base no presentan cambios sustanciales respecto a los enumerados en el último IEF. Se destaca la posibilidad que una modificación repentina en las expectativas sobre la política monetaria de las principales economías desarrolladas”.
A principios de febrero de 2018, hubo un cambio de conducción en la FED y se profundizó la política de suba de la tasa de la reserva federal norteamericana. En Argentina, lejos de apartarse del rumbo que la exponía al regreso de los flujos especulativos hacia los países centrales y, puntualmente, Estados Unidos, se ratificó la dirección.
En conclusión, la crisis es inducida. A la devaluación de 2015 y su impacto durante todo el 2016, habría que sumar la devaluación de junio de 2017 y la de diciembre del mismo año. Si se agrega la de esta semana y se contempla que lo único que atinó a realizar el BCRA central fue aumentar la tasa y crear un plazo fijo para depositantes que cuenten con un mínimo de 20 millones de pesos, se infiere que el país está sometido a una devaluación permanente y un riesgo permanente.
Bajo esta perspectiva, resulta ocioso preguntarse quiénes están corriendo este riesgo permanente mientras todos musitan hasta cuándo.
Por Ernesto Mattos
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