Hace una semana, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, decidió recurrir a una ley del siglo XVIII para ordenar la reclusión de trescientos migrantes venezolanos en el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT) de El Salvador, ubicado en Tecoluca. La detención, que implica trabajos forzados, le permitirá a Nayib Bukele obtener varios millones de dólares gracias a los servicios carcelarios prestados. Tras conocerse la medida, el juez James Boasberg, del distrito de Washington, determinó que la expulsión era ilegal, ya que la Alien Enemies Act de 1798 solo puede aplicarse en escenarios de guerra. Sin embargo, Trump ignoró el fallo judicial y, al ser consultado por un periodista, defendió su orden ejecutiva asegurando que era indiscutible porque “estos son tiempos de guerra”.
A lo largo de la historia, esta ley ha sido invocada solo en tres ocasiones: en 1812, durante la invasión británica que redujo a cenizas la Casa Blanca; en la Primera Guerra Mundial; y con la entrada de Estados Unidos en la guerra contra la Alemania nazi. Esta es la cuarta vez. Pero, en este caso, los «enemigos» son simplemente migrantes. En este contexto, la política estadounidense hacia América Latina y el Caribe se sostiene en cuatro ejes centrales: (a) la imposición de bloqueos económicos contra Cuba, Venezuela y Nicaragua; (b) la criminalización de la migración latinoamericana mediante un enfoque racializado; (c) la instrumentalización del narcotráfico como argumento para la imposición de barreras comerciales y arancelarias; y (d) la intención de desvincular las economías de la región de los mecanismos de cooperación promovidos por China y los BRICS+. Para alcanzar estos objetivos, el trumpismo refuerza un discurso estigmatizante y hostil hacia sus vecinos del sur.
Se estima que en Estados Unidos trabajan cerca de once millones de personas sin documentos oficiales. Esta exclusión cumple un doble propósito: en primer lugar, evitar que esos trabajadores y sus descendientes puedan incorporarse al padrón electoral en el futuro; en segundo término, consolidar un esquema de precarización laboral que presione a la baja los salarios. Cuanto mayor es la inestabilidad, menor es la capacidad de los trabajadores para negociar mejores condiciones. La globalización impulsada por Occidente favoreció la deslocalización de la producción en busca de maximizar ganancias, al tiempo que propagó el mito de la transición hacia una economía postindustrial basada en el conocimiento y los servicios. Hoy, dentro de Estados Unidos, empiezan a percibir el engaño de su propio relato, mientras que la República Popular China, bajo la dirección del Partido Comunista, alcanzó un desarrollo impresionante al evitar la trampa de la financiarización y el pensamiento rentista.
Para el Departamento de Estado, los pueblos latinoamericanos son asociados a lo que consideran migración irregular, criminalidad, narcotráfico y, sobre todo, al peligro de alterar la composición de una sociedad que pretenden preservar como «blanca, protestante y anglosajona» (WASP). Hasta hace pocos meses, la propia administración estadounidense promovía la emigración de cubanos y venezolanos con fines propagandísticos, buscando reforzar la idea de que la situación en esos países era desesperada. Así, las dificultades generadas por los bloqueos terminan siendo utilizadas para culpar a quienes los padecen: se ahoga a los países y luego se les reprocha que no puedan respirar.
El estilo de gobierno de Trump, que algunos analistas definen como «transaccional», plantea un esquema de negociación particular: los países latinoamericanos deben frenar la migración de sus ciudadanos y, a cambio, el trumpismo ofrece moderar sus políticas arancelarias. La lógica se asemeja a la de la mafia: se brinda «protección» a cambio de la amenaza de sanciones económicas o incluso intervenciones militares. Este enfoque ya no combina la coerción con estrategias de poder blando, como postulaba Joseph Nye en la diplomacia internacional. Según Juan Gabriel Tokatlián, Trump percibe que “Estados Unidos atraviesa un estado calamitoso, una suerte de impotencia, que él resuelve con una prepotencia total”. La frustración del magnate convertido en presidente se debe, en gran parte, al colapso de una ilusión instalada hace tres décadas, cuando Francis Fukuyama vaticinaba que el «fin de la historia» traería una expansión indefinida del neoliberalismo y la consolidación del dominio global de Occidente.
El fracaso del atlantismo representa una oportunidad para América Latina, el Caribe y el Sur Global. Los analistas rusos han acuñado el término «Mayoría Global» para describir a este bloque de naciones que comparten una agenda centrada en la defensa de la soberanía, el principio de no intervención, el respeto a la seguridad de cada Estado y el rechazo a toda forma de colonialismo e injerencia externa. La agresividad con la que Trump busca «recuperar el tiempo perdido» y «hacer grande a Estados Unidos» –a costa del resto del mundo– sugiere que se avecina una reconfiguración en respuesta a su arrogancia.
El proceso que algunos denominan «desglobalización» no es otra cosa que el desmoronamiento del modelo neoliberal, que evidenció sus primeras grietas con la crisis de 2008. En febrero, el gasto del Gobierno federal estadounidense alcanzó los 603 mil millones de dólares, superando en 36 mil millones el monto del mismo mes en 2024, pese a las promesas de Elon Musk y su Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE). Este incremento se debe, en gran parte, al aumento del pago de intereses de la descomunal deuda pública, el crecimiento del presupuesto militar y la asignación de recursos a empresas vinculadas directa o indirectamente al entramado empresarial del propio Musk.
Durante más de dos siglos, el «patovica del barrio» se encargó de castigar a sus vecinos, invadir, extorsionar, bloquear y amenazar. Pero parece que ha llegado el momento de que los golpeados comiencen a fortalecerse. Quizás tengan ahora la oportunidad de enfrentarse al matón en la esquina y ponerle límites a su dominio basado en la prepotencia y el supremacismo. El éxito militar de Moscú, el crecimiento económico de Beijing y el hartazgo de América Latina y el Caribe configuran un escenario en el que esta confrontación parece inevitable.
Hace treinta y cinco años, las élites económicas celebraban con champán el fin de los conflictos sociales y políticos, creyendo que el neoliberalismo había sellado su victoria definitiva. Un siglo y medio antes, Charles Baudelaire advertía que “la irregularidad, es decir, lo inesperado, la sorpresa o el estupor, son elementos esenciales y característicos de la belleza”. Tal vez Ludwig Wittgenstein lo expresó con mayor exactitud: “Nunca puede haber sorpresas en la lógica”. Quienes aún apuestan por el trofeo de la codicia y la supremacía deberían pensarlo dos veces antes de posar para la foto de la victoria.
Con información de Página 12
La Nueva Comuna