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OPINION

EL VERBO Y LA CARNE

Por Marcelo Figueras


Para ser sincero, no nos entiendo.

Durante décadas, cada vez que me propuse comprender por qué la sociedad argentina regaló su consentimiento tácito a la dictadura de los ’70 —por qué la toleró en un silencio que el tiempo tornó vergonzante—, caía siempre en la misma explicación. Me decía que el miedo había jugado un rol fundamental. La casta militar había dejado en claro que, con tal de sostener el orden que preservaba los privilegios de la oligarquía y de los Estados Unidos, era capaz de hacer cualquier cosa: censurarnos, proscribirnos, apalearnos, fusilarnos, bombardearnos. Y por eso nadie deseaba malquistarse con la inquieta muchachada de uniforme, a la que el Estado por ella secuestrado concedía licencia para cagarte a golpes, amordazarte y encerrarte, sin necesidad de explicarse ante la Justicia.

Pero lo que me parecía determinante era otro elemento. Yo pensaba —insisto: lo pensé durante décadas— que lo que explicaba la apatía aparente, la inacción ante el autoritarismo de un gobierno cuyas únicas credenciales eran la fuerza bruta, era el hecho de que la dictadura se había tomado el trabajo de ocultar sus medidas más salvajes. Nos habíamos bancado al régimen militar, como si esa dictadura hubiese sido apenas una más de la serie conocida, tan sólo porque ignorábamos que estaba secuestrando, torturando, violando, asesinando y desapareciendo cadáveres de hombres y mujeres, de viejos y de adolescentes, de monjas y de curas, de militantes comunes y de figuras excelsas en el campo profesional, artístico y político. Esa hipótesis le confería lógica a la docilidad de la sociedad de entonces. El cagazo que inspiraban los milicos sugería prudencia, temerles equivalía a ser realistas. Pero lo que explicaba la falta de reacción ante el horror era el desconocimiento, la completa ignorancia respecto del genocidio que estaban llevando a cabo. No hubo reacción expresa contra la criminalidad del régimen —pensaba yo— porque el grueso de la sociedad no sabía lo que estaba pasando. Y no puede esperarse de nadie que replique a una ofensa, cuando no es consciente de haber sido ofendido.

Sin embargo hoy, a casi medio siglo cronológico de distancia, la sociedad argentina —que se renovó, pero no por completo: muchos de los de entonces seguimos estando, y pensando, acá— está en manos de otro régimen. Y una de las características salientes de este nuevo régimen es que no hace esfuerzo alguno para disfrazar la tarea de destrucción que perpetra sobre el territorio y el bienestar del pueblo argentino. Al contrario, la exhibe como una bandera. Se vanagloria de su eficacia como bola de demolición, al servicio del capital internacional.

Por supuesto que entiendo que este régimen y aquel otro no son lo mismo. Aquel fue el producto de un golpe institucional contra la democracia, y torturó y asesinó a decenas de miles del modo más literal, mientras implementaba su programa de fondo: volver a una Argentina para pocos, una aristocracia económica de facto, rodeada por un mar de servidumbre en mansedumbre. En cambio este régimen de hoy tuvo su origen en la formalidad de una elección democrática, y no está torturando y matando gente, por lo menos mediante instrumentos materiales diseñados ad hoc. (No todavía, advirtamos.) Pero el daño que está infligiendo a millones cuyas vidas cotidianas se convirtieron en un campo de batalla —para quienes, desde que despuntó el año, el día es una sucesión interminable de impotencias seguidas de humillaciones— es concretísimo, y por ende mensurable. Su programa de fondo está a la vista, porque no lo disimulan: la disolución de Argentina como nación, como entidad política, cultural y social, para ser reemplazada por una suerte de Las Vegas, donde lo único que existe son un montón de casinos / negocios a los que viene a timbear y enriquecerse la gente de afuera. En el marco de este plan, parte del pueblo se reconvertiría como personal de servicio de los casinos / negocios, mientras que al resto no le quedará otra que integrarse al ejército narco.

Y sin embargo, no hay reacción. La gente sigue moviéndose por inercia, como si lo que está ocurriendo fuese normal y no una emergencia declarada, una circunstancia límite — un bombazo atómico que amplía el radio de su devastación minuto a minuto.

Así como digo que el daño que causa este gobierno es mensurable, admito también que, por un lado, la velocidad a que lo despliega desafía el ritmo de las calculadoras y que, por el otro, incluye rubros cuyo estrago es prácticamente invaluable. ¿Cómo medir el perjuicio que, por ejemplo, causa el cierre de la plataforma pública Cont.ar, que permitía acceso gratuito a contenidos culturales? En un país donde cada vez es más difícil, por lo oneroso, disfrutar de creaciones culturales, ¿no es una forma más de empujar al pueblo a depender tan sólo de la TV y de las redes, que están cada vez más tóxicas? ¿Cómo dar cuenta del daño que producen las medicaciones que dejan de consumirse, porque la guita ya no alcanza para darse el lujo de pisar una farmacia? No se hacen autopsias de cada persona que muere, y aun cuando se las realiza, la nula o insuficiente ingesta de medicamentos no es un causal del que queden registros.

Lamentablemente, el resto de las formas que privilegia este régimen a la hora de arruinarnos la vida está a la vista. Se come menos y peor. Se educa menos y peor. Se sana menos y peor. Se vacuna menos, perdonando la vida de los bichitos que generarán las futuras epidemias. Hay menos puestos de trabajo, peor pagos. Hay una crisis furibunda en materia de viviendas, el precio de los alquileres se puso inaccesible para muchos. Hay más gente —más familias— viviendo en las calles. La Nación está cada vez más endeudada, y sus ciudadanos individuales también. Y mientras tanto, el topo que se precia de horadar al Estado por dentro roe infinidad de sus antiguas funciones: suspende o espacia el mantenimiento de rutas, calles y puentes, elimina controles bromatológicos, descuida los tendidos de las redes eléctricas y del gas. (En pleno invierno, Cammesa acaba de abrir el paraguas para anunciar potenciales cortes masivos —el adjetivo lo escogieron ellos, no yo— durante el verano que se viene. Si todo sigue así, cuando promedie enero este país debería ser rebautizado «El Congo Verga».) Así, cierto día, más temprano que tarde, la vía por la que solés circular, el funcionamiento de tu casa y hasta tu estómago implosionarán y entonces te atormentarás, en el caso de que hayas tenido la suerte de salir vivo, preguntándote qué corno acaba de pasar.

La forma más gráfica y realista de describir lo que está ocurriendo sería imaginar una invasión, liderada por un nuevo Atila al mando de una horda de salvajes que viene a apoderarse de lo ajeno, sin el menor prurito respecto del pueblo invadido, puro pillaje y destrucción. Eso es lo que están haciendo, sin necesidad de exagerar: lo están rompiendo todo, saqueando hasta hartarse, vaciando los cofres del Estado y de los ciudadanos también, a consciencia de que cuando se retiren quedará tierra arrasada, un páramo donde ya nada funcionará como debía. Y lo están haciendo a la vista del mundo, como ocurre en las películas donde el bárbaro se apodera de tu casa, bebe tu vino, se limpia el culo con tus sábanas y esclaviza a tus hijos.

¡Si hasta lo anuncian con desparpajo! El ministro Caputo acaba de decir que la idea es que a la gente no le quede otra que vender sus dólares para pagar los impuestos. ¿Y qué va a pasar cuando se acaben esos dólares? ¿Y qué será de las mayorías que no tienen un dólar que vender? ¿Les van a embargar los ojos? ¿Irán a parar a cárceles de deudores, como el padre de Dickens en la Inglaterra pre-victoriana? En circunstancias como esas, la venta de un órgano o de un crío comenzará a sonar casi razonable.

Sin embargo, mirás alrededor y no parece que estuviese pasando algo similar. Todo finge seguir su curso, mientras la gente imposta una normalidad que ya está más allá de su presupuesto. Pero claro, las señales de la disonancia entre la pretensión y la realidad se multiplican, afectando el verosímil. Hay gente hurgando en el container de mi cuadra, en plena mañana helada de domingo. Circulan personas vestidas con gorros y ponchos improvisados a partir de plásticos y colchas, que caminan porque no tienen mejor modo de combatir el frío. El chino está vacío la mayor parte del tiempo, y cuando hay compras son minúsculas. La brecha entre la cantidad de autos y carritos cartoneros se agosta. Dos de cada cuatro timbrazos que alteran la paz del hogar son para pedir comida y ropa. Los umbrales se llenan de pendejos pero también de adultos que no tienen dónde ir y que, a medianoche, después de horas de fumar cualquier cosa, ya no están en condiciones de decir ni cómo se llaman. Hace horas me enteré de que un pibe pidió el encendedor Bic de un miembro de mi familia, porque lo necesitaba para —ningún disimulo, acá— fumar crack.

Me impresiona la facilidad con la que volvimos a caer en la misma trampa del 2001. Apenas veinte años después, que según El Mudo no deberían ser nada. Pero lo que más me impresiona es que no haya una reacción proporcional a lo que ocurre ante nuestra vista. Porque esta vez no existe ya la excusa del ’76. No podemos decir que no sabíamos nada, que no nos dimos cuenta. La sociedad argentina está aceptando sufrir cosas que no debería sufrir y bancando que sus personas más queridas padezcan indignidades, carencias, agresiones totalmente inmerecidas. Esta vez la violencia está a la vista, la percibimos y experimentamos en tiempo real. ¿Y todo, para qué? Ni el argentino más ingenuo cree que la vida cotidiana vaya a mejorar, ni siquiera modestamente, a consecuencia de este ajuste criminal. La cosa está tan fula que ya sintió el chicotazo de la memoria sobre el lomo y recordó que nunca puso la mano en el fuego sin quemarse. Y así como lo sabe el ex ingenuo lo sabemos todos, a esta altura de la soirée. Esto no puede terminar bien. Esto no va a terminar bien.

Y yo que quería creer que en los ’70 la sociedad fue cómplice del genocidio porque no sabía, nomás.

Ahora sabemos. Ahora es inocultable.

En este contexto, pasividad es complicidad.

Expertos en bombear al equipo propio, con o sin dinero
Llevo cuatro décadas tratando de convencerme de que nuestro pueblo es una maravilla. Segurísimo de que abundan las pruebas en esa dirección. Más allá de la excelencia de nuestros artistas y futbolistas, que puede ser reducida a periplos individuales, ¿no contamos con la deslumbrante historia de las Madres y las Abuelas, única en el mundo, todavía a la espera de un Homero o una Homera que haga justicia a su épica victoria sobre la muerte? ¿No salimos a la calle como hormigas cada vez que quemaron las papas: cuando se levantaron los milicos en Semana Santa, cuando Cavallo confiscó los ahorros y de la Rúa decretó Estado de Sitio, cuando desaparecieron a Santiago, cuando la Corte trató de beneficiar a los genocidas con el 2×1? ¿No hemos desbordado las calles cuando había algo que celebrar o alguien que merecía el homenaje de todas y todos: en el Bicentenario, cuando perdimos a Néstor, cuando nos dejó el Diego?

Pero esta apatía me desconcierta y me angustia. Porque hoy en día las papas están chamuscadas, sin que nada se mueva ni se aparte de su carril habitual. Somos como esos caballos que vivieron atados a una noria, y que aún sueltos no saben hacer otra cosa que andar en círculos. ¿Qué más tiene que pasar para que el pueblo reaccione, cuántas vidas más deben perderse o malograrse? (La caja de resonancia mundial no ayuda, eso está claro. En trágico espejo, así como el mundo toleró a Hitler demasiado tiempo, con la excusa de que ignoraba lo que ocurría en los campos de concentración, ahora se condona lo que ocurre en Gaza a pesar de que no puede ser más flagrante, de que Israel desarrolla su propio genocidio a cielo abierto.)

¿Y si estuve equivocado todo este tiempo? ¿Y si no somos la sociedad maravillosa en la que yo quería creer, esa víctima del engaño dictatorial que, tan pronto descubrió la masacre que se había cometido y ocultado, reclamó la vuelta de la democracia y la defendió cada vez que hizo falta? Dado que en la situación actual no podemos apelar al atenuante de engaño alguno, ¿no apunta la evidencia hacia una condena segura, por haber sido siempre una sociedad de mierda, hipócrita y egoísta, profundamente cagona, en la que a nadie se respeta y prestigia más que a los hijos de puta?

«La esclavitud moderna está más cerca de lo que pensás».
Ya sé que estoy caminando sobre el hielo delgado de una generalización. Ninguna sociedad es una realidad unívoca. En todo caso, se parece a la resultante física de las fuerzas ejercidas, o reprimidas, de tantos millones de ciudadanos como acredite el censo. Cada persona tira para su lado, y de la sumatoria de esos empeños, combinada con la resistencia escasa y hasta la inacción de otros tantos, termina surgiendo una dirección común. Las elecciones son una puesta en práctica de esa dinámica, los más determinan el destino de los menos. Pero aunque las votaciones se vuelvan binarias, la sociedad seguirá albergando, y alentando, la infinita variedad de la experiencia humana. En esta olla de campaña nuestra hay de todo. Cuarenta y siete millones de argentinos suponen cuarenta y siete millones de opiniones. Siendo así de contradictorios, ¿tendría algún sustento la pretensión de decir que somos maravillosos, o bien una mierda?

No hay forma de arribar a una conclusión inapelable. Pero eso no inhabilita la pregunta. En una situación tan acuciante, urge revisar los preconceptos, cuestionarse lo que hasta ahora dábamos por bueno o sancionado. Ejemplo: el rollo que yo tengo con la generación de mis padres no dejó de crecer con el tiempo. Hoy pienso que su aquiescencia ante el régimen militar no tuvo que ver sólo con el miedo y con la ignorancia de su accionar más violento. El laboratorio cívico-eclesiástico-militar les zampó una cucharada de jarabe de esos que, como los de antes, prometía curarlo todo, y ellos se la bancaron sin decir ni mu porque, aunque tenía gusto a mierda, prometía efectos colaterales benéficos, como la puesta en caja a la negrada y el retorno a un statu quo parecido al que existió hasta el ’45 o después del ’55 —¡la venganza clasista era signo de buena salud!

En su mayoría, la parte actuante de la sociedad argentina del momento aceptó el retorno de los militares y volteó la cara para otro lado, de modo de ver apenas lo que le convenía ver y hacerse la boluda ante el resto, mientras el régimen llevaba a fruición los deseos más oscuros de nuestras clases más desahogadas. Por eso no hubo resistencia verdadera, durante aquellos años. Porque los que cultivaron el arte de la resistencia —los peronistas del ’55 en adelante— formaban el grueso del lote de los masacrados de los ’70, y a partir del ’76 las clases medias y altas optaron por cultivar, más bien, el arte del aquí no ha pasado nada.

Los únicos que reclamaron justicia fueron los organismos de derechos humanos y las Madres y Abuelas. Y cuando la CONADEP y el Juicio a las Juntas destaparon la olla y las atrocidades quedaron a la vista, no quedó otra que sobreactuar indignación. Los milicos se convirtieron en leprosos y todo el mundo los condenó diciendo mirá lo que hicieron, los hijos de puta, disimulando que hasta ese momento esos hijos de puta habían sido sus hijos de puta, sus instrumentos designados. En consecuencia, ¿fue la democracia algo que la sociedad argentina de los ’80 se ganó, que obtuvo en justa lid? Ni en pedo. Fue un regalo inmerecido que le cayó en el regazo, a consecuencia de la implosión del régimen, del desastre de Malvinas y de la difusión de los detalles respecto de la orgía de violencia que perpetraron los milicos — una desmesura criminal que tornaba imposible cualquier justificación.

A medida que se digería la experiencia de la dictadura, una parte sustancial de la sociedad comenzó a militar la defensa de la democracia, a menudo con una enjundia de la que muchos dirigentes, y hasta Presidentes, parecían carecer. Se convirtió en la religión laica que predicaban nuestras sacerdotisas, las Madres y las Abuelas. Pero claro, cuando los gobiernos democráticos empezaron a exhibir sus propias limitaciones —económicas, casi siempre—, esa fe comenzó a flaquear. Y lo que había comenzado flojo pero se consolidó durante los juicios y la explosión de la cultura en libertad (una libertad que distaba de ser total, pero que de todos modos fue alentadora, en términos comparativos), volvió a revelarse tan chirle, tibio y mezquino como lo había sido entre el ’76 y el ’83.

Quizás no haya existido una expresión más acabada del costado más frívolo y sorete de la sociedad argentina que el menemismo, ese pacto fáustico que sustituyó al de los ’70 con los milicos. La prosperidad con fecha de vencimiento que supuso la convertibilidad era algo que cierta clase media valoraba por encima de todo: Vos habilitá dólares, Ca’litos, nosotros no hacemos olas cuando indultes a los milicos, y todos amigos. Parte de la sociedad argentina había aprendido de la infausta experiencia, y evolucionado, pero otra parte seguía siendo tan canalla como siempre.

«¿Eres un esclavo de tu salario?»
Por eso mismo habría que decir que tampoco nos merecimos a Néstor. Su consagración fue algo que ocurrió a consecuencia de la combinatoria de un momento histórico y de su genio político. Kircher se coló en la Rosada a través de un tragaluz —porque un 22% de los votos no califica como ventana, siquiera— y a partir de allí se dedicó a construir el poder del que carecía, jugando paredes con el sector de la sociedad que había padecido y por eso no olvidaba la experiencia de los últimos 20 años. Néstor tomaba medidas virtuosas en materia de justicia política y social, y gran parte del pueblo acompañaba. Win-win. El comienzo de lo más parecido a Argentina Año Verde que conseguimos vivir. Hasta que los poderosos reaccionaron del marasmo en que Kirchner los sumió, desde que nos había tomado a todos por sorpresa, y comenzaron a orquestar la demolición.

Con el diario de ayer, parece cantado que tenían que proceder como procedieron. No podían ir contra la realidad del bienestar y la estabilidad que consiguieron los Kirchner, ni contra la clase de logros que caracterizaron sus gestiones e inflamaron el nacionalismo bien entendido de los que amábamos este país: artísticos, educacionales, económicos, científicos (¡los satélites!), las leyes que nos pusieron a la vanguardia de América Latina en materia de ampliación de derechos. Por eso apelaron a la ficción: el descrédito, las acusaciones sin sustento, la crítica a lo Conde Chikoff respecto de los modos. En este sentido, el hecho de que parte de aquellos que fueron beneficiados por los Kirchner hayan privilegiado su tirria artificial a su bienestar palpable, prueba que todavía estamos lejos de ser una sociedad maravillosa. Existe entre nosotros gente que goza más de sus prejuicios (de su sadismo social, digamos) que de una situación económica desahogada; y que por eso prefiere el descenso a la B en lugar de bancar al DT que le cae mal pero gana títulos. ¿Absurdo? Sin duda. ¿Verdadero? Lamentablemente. ¿Qué clase de sociedad puede ser una en la que abundan tipos que, como Milei, son capaces de bombear a su propio equipo con tal de no dar el brazo a torcer?

Mal que nos pese, una destinada a perder.

La felicidad no es un premio de la lotería
A esta altura del razonamiento mi GPS mental pide recalcular, así que trataré de ser más preciso. Existe una parte sustancial de la sociedad argentina que es maravillosa. Gente simple, solidaria y empática, que no aspira a mucho más que a pasarla decorosamente bien y cuya imagen de sí misma no depende de hundir a otro sector para sentirse más de lo que es. Puesto de otro modo: gente con conciencia de clase, de recursos modestos que sin embargo le permiten vivir con dignidad. ¿Creo en esto? Sí, creo. Es lo que me sugiere la experiencia acumulada en este país y lo que sigo percibiendo, en la medida en que conservo los ojos bien abiertos y no tengo el menor deseo de auto-engañarme.

Del mismo modo existe otra parte sustancial de la sociedad argentina que de maravillosa no tiene nada. Gente retorcida y envidiosa, a la que nada le alcanza. Tan insegura, que necesita hundir a otros para sentirse más. Puesto de otro modo: gente que carece de conciencia de clase, que siempre quiso ser lo que no es y se contenta con mantener una fachada de prosperidad aunque su cuenta bancaria llore sangre. (En su autobiografía, el Indio lo grafica de este modo: gente que es capaz de comer salchichas todo el mes, con tal de garpar la cuota del auto que sugiere que es dueña de un status que le queda grande.) ¿Creo en esto? Sí, creo. Es lo que me sugiere la experiencia acumulada y lo que sigo percibiendo.

Y además, por supuesto, existe en medio de ambas caracterizaciones una infinita gradación de grises. ¿Cuánta gente conocemos que se tiene por progresista pero en la práctica vota contra los intereses populares, o que se muestra remisa a la política pero vota a quienes garantizan un bienestar generalizado?

Esta dinámica de cinchada se verifica al menos desde el ’45. Pero hay momentos históricos en los cuales la tensión entre sectores se vuelve extrema y ya no existe yin / yang, equilibrio relativo entre opuestos, sino tan sólo violencia. Tiempos en los cuales uno de los competidores —siempre el mismo, ay— deja de tirar de la soga y pretende zanjar la cuestión a balazos. Por eso creo que sería importante asumir lo siguiente: así como la dictadura del ’76 no fue una más entre las dictaduras, el de Milei no es uno más entre los gobiernos entreguistas de las últimas décadas. El régimen de los ’70 se soño como Solución Final al peronismo / populismo de izquierda, y por eso puso en práctica un plan eugenésico que diezmase la resistencia al poder de los Estados Unidos y la complicidad virreinal de los poderosos locales. Ante esa tierra arrasada, debía resultar sencillo arrear al pueblo de regreso al corral de la servidumbre / mansedumbre en que había existido hasta el ’45.

El régimen Milei convenció a sus actuales socios —muchos de ellos, de membresía condicionada a resultados inmediatos, y por ende provisoria— de que obtendría lo que la dictadura no logró, haciendo gala de una violencia igualmente desmedida, pero apuntada en otra dirección. En lugar de la literalidad de practicar la violencia mediante los objetos diseñados a tal efecto —palos, armas de fuego, bombas—, Milei y sus ejecutores están demoliendo el funcionamiento del país, y en consecuencia nuestra forma de vida, a través de la violencia económica. Por eso bombardean todos los medios de subsistencia a su alcance: industrias, pymes, empleo público, comercios, la producción artística, las editoriales, mientras desactivan a quienes deberían ser los primeros en defendernos —gobernadores, líderes sindicales—, corrompiéndolos con monedas. Una vez que, dependiendo de los sueldos más bajos del mundo y con puestos de trabajo escasísimos, nos veamos reducidos a condiciones de mera subsistencia, ¿de qué tiempo y energía dispondremos para dedicar a la resistencia, si lo que está en juego a diario es la posibilidad de comer o no?

Lo más diabólico de todo esto es que Milei anunció estas intenciones a los cuatro vientos. Cuando dijo a los gritos, en plena reunión de gabinete: «Los voy a dejar sin guita, los voy a fundir a todos», no estaba refiriéndose tan sólo a los gobernadores. Hablaba del grueso de los argentinos, a quienes no nos quedará otra, cuando estemos fundidos, que doblar el lomo y trabajar por el mango que nos tiren, en la esperanza de que al cabo de décadas nuestras deudas se achiquen y podamos legarle a nuestros hijos algo que se parezca más a un futuro que una soga con nudo corredizo. En una sociedad que parece haber naturalizado que no existe más dios que el dinero, aquel que carece de guita es un réprobo, un indigno que no merece otro destino que el de vivir engrillado.

De las múltiples causas que confluyeron en la elección de un gobierno que avisó que venía a hacerte mierda y está cumpliendo, quiero mencionar dos. Una es estructural, algo que no podemos cambiar: las redes sociales desmovilizan. Por supuesto que también informan y alertan, que alientan ciertas discusiones. Pero en lo que hace a los modos de vida contemporáneos, convencen a sus usuarios de que participar activamente en las redes equivale a participar activamente en la vida pública. Y no es así. RT no suple marcha, TikTok no equivale a corte de calle, hilo de tweets no es sinónimo de responsabilidad ciudadana. Pero el común de la gente no lo entiende. Se convenció de que cliqueando mucho cumplía con su deber, que así completaba su cuota de buenas acciones del día. Lamento decepcionarlos. Al vivir en las redes no hacemos mucho más que alimentar la nube, trabajar para ella, lanzar efímeros globitos de helio digital mientras la realidad se nos caga de risa, perfectamente impune.

La otra es una anomalía social que, a mi juicio, no puede durar mucho. Hasta Macri, el sector social que respondía al deseo de no regalarle a los negros ninguna moneda de la que pudiesen disfrutar ellos —sector que incluía desde Magnetto hasta el más precario de nuestros clasemedieros—, respondía a una lógica que uno podía no compartir, pero resistía el análisis científico. Menos guita para la negrada, más para mí. Y así solía ser, en casi todos los gobiernos neoliberales. Las clases populares eran esquilmadas y algún manguito extra derramaba sobre la clase media, chocha además porque se le permitía importar espejitos de colores.

Pero con Milei esa lógica ya no aplica. La clase media también está siendo desangrada, al punto de que en miles de casos ya no puede reivindicarse como tal ni siquiera en la fachada, y que en algunos otros está siendo expulsada del paraíso del consumo para empezar a habitar una nueva Edad de Piedra. Mucha de esa gente bancó este proceso y lo banca todavía en los hechos, desde que soporta la paliza sin protestar. Pronto no le quedará más opción que aceptar que, de prolongarse el régimen con Milei o sin él, su único destino será la miseria o el delito. Entre esa gente, que se volvió adicta al odio y al prejuicio y dejó que esa adicción le cagara la vida, quizás existan quienes reaccionen y acepten tratarse, meterse en algún programa estilo doce pasos que le permita reconocerse nuevamente en el espejo democrático. De ser así, algunos de estos miembros de O. A. (Odiadores Anónimos) podrían sumar su número a la parte maravillosa de nuestra sociedad y restársela a la parte de mierda.

En las circunstancias actuales, ¿merecemos que este régimen implosione a cuenta de las aberraciones en que incurre —estamos a cinco minutos de que la economía argentina se convierta en un nicho más de la Chacarita— y que nos descubramos a una elección anticipada de un gobierno más amable? Nos vendría bien, sin dudas. Pero no sería por mérito nuestro, como no lo fue la democracia en el ’83 ni Néstor en el 2003.

Por eso mismo, si no queremos que dentro de veinte años vuelva a ocurrir otra calamidad, deberíamos ganarnos el premio de la felicidad en vez de seguir confiando en la lotería. Y para eso habría que asumir claramente nuestra responsabilidad como argentinos, como ciudadanos, como humanos. Y resistir a conciencia, diariamente y por todos los medios pacíficos al alcance, a este gobierno que, a pesar de su legitimidad de origen, demuestra a diario lo que es: un régimen anti-argentino, anti-democrático y anti-pueblo. En esto estoy de acuerdo con la Susan Sontag que decía: «La probabilidad de que tus actos de resistencia no logren detener la injusticia no te exime de actuar en defensa sincera y reflexiva de los mejores intereses de tu comunidad». Y si lo que se preguntan es: ¿cómo?, me remitiré a una cita de otra escritora que admiro, Ursula K. Le Guin: «La resistencia y el cambio comienzan a menudo en el arte, y más a menudo aún en nuestro arte, el arte de las palabras».

Es un buen lugar por dónde empezar, ¿o no? Las palabras. Empecemos a decir las palabras que llevamos calentando en el buche desde hace meses.

La primera debería ser un verbo, porque los verbos indican acción. Y ese verbo debería ser, sin duda alguna: resistir.

El Cohete A La Luna

Publicado en lanuevacomuna.com

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