La locomotora sale de su galpón, está encendida en todo sentido. Tiene los colores azul y amarillo, y lleva inscrita en su frente “Tren Patagónico”. Pegada a la ventana está la silla del maquinista, una butaca que puede girarse sobre su eje para que la conducción pueda operar en distintas direcciones: trompa larga y chica; un poco más arriba las palancas de frenos, para para toda la formación o para ir frenando la locomotora, y la palanca de velocidades con sus distintos puntos de menor a mayor, sobre el frente relojes, temperaturas, y la velocidad se controlan mediante una APP de fácil descarga. En toda la cabina hay unas tres sillas.
El motorman llega con un bolso deportivo Nike, gorra y unos jeans anchos. Saluda, camina, con esa seguridad de quien habita un hogar y conoce cada rincón al detalle.
“En la estepa maneja cualquiera, pero de Jacobacci para adelante, con las curvas, contracurvas…en este servicio, tenemos los mejores maquinistas”, dirá más adelante Miguel uno de los tantos guardas del servicio, cuando ya el convoy deje atrás San Antonio Oeste. “Una de las escenas más lindas es en invierno, ir en la máquina y poder mirar cuando la locomotora se abre paso corriendo la nieve”.
Para esta hora de la tarde, ya los perros solitarios que siempre custodian la estación se sienten intimidados por las rondas de pibes y pibas que copan el andén, muñidos de mochilas donde en ninguna falta el rollo de aislante. No hay locuras: ninguno fuma. Pasan su tiempo jugando cartas, tomando mate y hablando pavadas.
Este público es el que mayormente se impone frente a las puertas blancas del hall, donde se venden los boletos, gorras y llaveros con el logo del Patagónico. En los vidrios de las ventanas, está pegado un anuncio que lo dice todo: “Atención!! Pasajes agotados hacia Bariloche Enero Febrero / 23”.
Cruzando una de las siete vías que hay en la estación punta de riel, detrás de los vagones, hay un camión de porte mediano color blanco. De uno de sus costados sale un surtidor que se conecta directo con el tanque de 5 mil litros de gasoil que tiene una de las locomotoras. El motor de 12 cilindros, dispuesto en V, tiene un consumo aproximado de 8 litros de diesel por kilómetro.
18.02 el tren sale, se hamaca hasta que pareciese que se asienta en las vías. Un niño, que viaja con su abuelo, pregunta cuanto falta para la próxima estación. Le comentan que son unas cuatros horas para San Antonio Oeste. Entonces, el vagón se calla. Luego, entra el aburrimiento y la sensación de expectativa y euforia anterior -dos locomotoras metiendo maniobras rasantes y espectaculares, camiones circulando por la playa, una veintena de celulares filmando- ahora choca con un paisaje monótono, llano y de un único color amarillo. Por un largo rato, eso es el Patagónico. Mejor dicho, por un largo rato, eso es la Patagonia.
También, cuando el golfo de San Matías va quedando atrás en el mapa, los celulares trocan su símbolo de señal por un alarmante “sin servicio”, que quedará congelado a lo largo de todo el viaje, salvo en las estaciones intermedias. Los pasajeros arman el mate, mientras unos rayos que caen verticales dividen el amplio cielo azul oscuro que copa el horizonte.
Rosa y Felipe de Villa del Parque CABA, viajan como turistas ferroviarios, y todas sus preguntas las han gastado en conocer cada detalle de las locomotoras, y retratarlas más de una docena de veces en apenas minutos. Bastián, un canadiense que viaja por el mundo en una bicicleta eléctrica, y que ya pasó el desierto de Antofagasta, y ahora hace cuentas varias con la calculadora del teléfono. Una madre y su hija, nacidas y criadas en Pedro Luro, viajan a Bariloche de vacaciones, y pararán en casa de un familiar. Pedro, un graduado reciente en Psicología Social pateó el tablero, renunció a su trabajo en una Productora de Seguros de Palermo, y con todo el miedo encima -aunque no lo menciona ni en una sola palabra- comenzará una experiencia en la zona del Cerro Villegas, con mapuches, trabajando en un voluntariado en Bioconstrucción.
Cuando la noche cae, los pasajeros salen disparados al salón comedor. Hubo cambios y no hay cocina, sólo se venden minutas y gaseosas para la cena que pueda tomarse en las mesas y sillas dispuestas o bien en los respectivos asientos. Ahí nomás, atravesando una puerta corrediza, están los camarotes: uno pegado al otro. Un largo pasillo los conecta. Tienen un ventanal inmenso, dos camas que salen de la pared y un baño que se comparte, más camarero exclusivo. Sin embargo, estar ahí es perderse la charla frecuente, el chiste rápido, el vaivén de los vagones intermedios, el buscar el enchufe, el agua caliente, golpear la puerta del baño y como respuesta obtener un desconocido “ocupado”, y conocer mil y un historias que de una u otra forma hacen a nuestra Argentina, querida.
Cerca de las 22 PM el tren cambia por completo, quienes nunca han viajado en el Patagónico experimentan una escena de película de ciencia ficción, tipo Moebius. En la estación San Antonio Oeste todo está dado vueltas, literal. Quienes tienen la experiencia ríen a la espera de que los pasajeros caigan en lo que ha pasado. No hay forma. Muchos tardan en encontrar su asiento, y mejor intentan chequear a través de sus pertenencias sí están en el número correspondiente. Alguien rompe el misterio señalando los sillones y, también, un cartel pegado al inicio de la formación que anuncia que está prohibido “girar los asientos”. Están dados vueltas, eso es todo.
“Desde acá están a un paso del balneario Las grutas, una mini gesell” elabora Sofía, una trabajadora estatal de la Provincia de Buenos Aires que viaja con amiga, que explica algo sonriente que “ya hicimos playa, y ahora vamos por montaña. Mañana hacemos el López”, dice hablando de uno de los refugios obligados para meter en Bariloche. Uno de los tantos guardas, que justo pasa, mete bocado alegando que “los barilochenses lo hacen al revés: cansado de la nieve y las montañas vienen en tren para acá, en busca de sol y playa”.
Mientras tanto, afuera, es un gentío que no se termina: besos, abrazos, remises que paran en el estacionamiento, conservadoras, larga fila en el kiosco, y un tren que ha mutado su génesis mochilera para mostrar su trascendental cara rionegrina, familias que copan el tren bajo el título de “residentes”.
El tren Patagónico viene de una situación difícil. En marzo de 2022 hubo fuertes medidas de fuerza por parte de los trabajadores por los bajos salarios (un guarda gana 60 mil pesos, y un maquinista apenas pasa los 100 mil pesos), lo que terminó generando la salida de Nestor Bruno, anterior gerente por Daniel García, el actual. Y, a lo largo de todo el año pasado, las medidas continuaron.
Sí hay algo que se destaca mucho es el compromiso y la identidad de los trabajadores. En las oficinas todos visten el uniforme con el logo -un triángulo azul, surcado por dos líneas amarillas- sobre el lado izquierdo del pecho, siempre bordado en camisas. Esta vestimenta se repite todo el tiempo, y llevan de jean los operarios dentro del tren, o mamelucos los que desempeñan tareas mecánicas a bordo.
Para este año el costo de los pasajes aumentó considerablemente, aunque así y todo sigue siendo baratísimo comparado con el colectivo y el avión. Quienes sacaron el boleto con anticipación, en clase pullman única, pagaron unos 3 mil pesos, frente a los casi 5 mil que costaba ya en 2023. En otros transportes el costo siempre se triplica.
Agencia Paco Urondo
Publicado en lanuevacomuna.com