“Cristina chorra” no es una simple opinión. Es una consigna. No surge de forma espontánea ni popular. Es el resultado de una ingeniería discursiva precisa: una estrategia diseñada, financiada y propagada desde usinas de guerra simbólica. Es un significante cargado: condensa odio, deslegitimación y bloqueo del pensamiento.
Frank Luntz, ideólogo del Partido Republicano y uno de los pioneros del framing político, lo dejó claro: “No importa lo que digas, importa lo que la gente escucha”. Su tarea consistía en detectar qué palabras movilizaban miedo, bronca, empatía o rechazo. Así surgieron eufemismos como “impuesto a la muerte” (por herencia) o “clima cambiante” (en lugar de cambio climático). No son simples palabras: son moldes mentales. ¿Qué hizo la derecha argentina con esta lección? La absorbió y la replicó.
“Cristina chorra” no es un insulto: es un encuadre. Un framing que condensa tres operaciones clave: 1) demonización moral, 2) despolitización del conflicto, y 3) simplificación afectiva. Es breve, pegadizo, multiplicable. No sobrevive por ser cierto, sino por ser replicable y provocar. Lo mismo pasa con otras “bombas semánticas” como “ñoquis”, “planeros”, “zurdos”, “la casta”: términos que no explican el mundo, lo dinamitan.
La táctica no es nueva. Joseph Goebbels, jefe de propaganda nazi, ya lo anticipaba: una mentira repetida mil veces se transforma en verdad. Lo que sí es nuevo es la escala algorítmica con la que hoy se despliega. Facebook, Instagram, TikTok, X (ex Twitter), YouTube: todas amplifican lo que genera reacción emocional. Y el odio, claro, es altamente reactivo. Según un estudio de Science (MIT, 2018), las noticias falsas se difunden un 70% más rápido que las verdaderas, y alcanzan más personas. ¿Por qué? Porque conectan con emociones primarias: temor, bronca, sorpresa.
Steve Bannon, el estratega de Trump, llevó esta lógica al extremo con su máxima: “flood the zone with shit” (inundar el espacio con basura). La idea: saturar el debate público con contenido tóxico hasta que la verdad no tenga espacio para emerger. Generar tanto ruido emocional que cualquier intento de respuesta quede atrapado en el marco impuesto. Si te dicen “chorra” y respondés “no soy chorra”, ya caíste. Jugás en su terreno.
En América Latina, Jaime Durán Barba perfeccionó esta metodología. Su concepción de la política no es racional sino sensitiva: “la gente vota lo que siente, no lo que piensa”. De allí nacen slogans vacíos de contenido pero efectivos emocionalmente: “sí, se puede”, “el cambio”. No se trata de convencer con ideas, sino de ganar con sensaciones.
La Libertad Avanza internalizó este principio como ningún otro espacio. No actúan como un partido tradicional, sino como una comunidad emocional con funcionamiento tribal. En sus redes no se explica: se etiqueta. No se discute: se impone. No importa lo real: importa el impacto. La adversidad se transforma en meme; lo complejo, en caricatura. El Estado es presentado como estafa. Lo común, como amenaza.
Los algoritmos lo potencian todo: YouTube destaca teorías conspirativas, TikTok viraliza repeticiones emocionales, Facebook premia la polarización y X convierte cada tendencia en campo de batalla. Cada plataforma está pensada para exhibir lo que divide antes que lo que construye. El resultado: polarización, burbujas de sentido, radicalización. Una sociedad donde no se dialoga: se etiqueta al otro.
Y todo esto ocurre bajo la apariencia de espontaneidad. Pero no lo es. Es astroturfing: campañas organizadas que simulan ser espontáneas. Detrás de usuarios anónimos operan estructuras digitales, cuentas coordinadas, influencers pagos, microinfluencers con narrativa prefijada. Se testean frases, se bajan líneas, se activan bots. Nada es inocente.
El caso de “Cristina chorra” es ilustrativo: no se trata de una crítica, sino de una fórmula para destruir simbólicamente a una figura política. Su objetivo no es debatir ni argumentar, sino impedir toda lectura alternativa. Te instala la sospecha como verdad. Como decía Pierre Bourdieu, convierte una construcción discursiva en percepción naturalizada.
¿Cómo se responde ante esta maquinaria?
Primero, evitando jugar bajo las reglas del otro. No hay que decir “Cristina no es chorra”. Hay que decir: “Cristina es quien permitió que mi abuela se opere sin pagar”. Salirse del marco. Cambiar el eje.
Segundo, generando un lenguaje propio. Construir nuevos sentidos: “soberanía científica”, “justicia social”, “Argentina solidaria”. Narrar con humanidad. Emocionar también. Si la derecha conquista corazones, no se la puede enfrentar solo con datos.
Tercero, formar militancia digital con formación discursiva. No basta con tener razón: hay que saber comunicarla. Disputar el algoritmo. Crear piezas que interpelen, que conmuevan, que ofrezcan sentido.
Y por último, entender que esta pelea no es sólo comunicacional, sino cultural. Se trata de defender el sentido común, de proteger la posibilidad misma de pensar por fuera del odio. Porque la etiqueta “Cristina chorra” no busca señalar una corrupción, sino inducir una renuncia colectiva a la política.
Por eso no se trata solo de Cristina. Se trata del derecho a imaginar otro país. A tener memoria, futuro, comunidad. A recuperar las palabras y con ellas, la capacidad de nombrar lo que deseamos.
La Nueva Comuna