Un mal social que crece en Argentina. Hace falta legislar al respecto
Adam Smith, que se supone que es el economista que crea el liberalismo económico, tan admirado por quienes hoy gobiernan nuestro país, ya en su libro La teoría de los sentimientos morales (año 1759) nos dice que la corrupción del carácter consiste en admirar a los ricos y despreciar a los pobres, en vez de admirar a los sabios y a las buenas personas.
Cuando un sector importante de la sociedad desprecia a los pobres estamos realmente ante un grave problema de enfermedad social llamada aporofobia, un mal que puede llevarnos a la disolución como sociedad.
El pobre viene a rompernos la comodidad. Estamos bien y vienen los otros, hay que hacerle lugar. Reclaman trabajo, Reclaman Seguridad Social… Hemos progresado por nuestros propios méritos y ahora vienen estos y nos molestan; siempre llegan necesitando algo que no se ganaron…
La aporofobia es un fenómeno propio de ciertos sectores de la clase media y alta, que ven en las clases “bajas” de la sociedad, a las que estigmatizan de manera sistemática, una amenaza a su seguridad.
La historia tiene muchas páginas desgraciadas a causa de la xenofobia y al racismo, la aporofobia es similar en su complejidad y consecuencias. La aporofobia no es el resultado de una experiencia personal, de odio a una persona determinada, se trata de la animadversión hacia personas que no se conocen personalmente, pero que guardan ciertas características que, quien odia, considera despreciables. Quienes son aporofóbicos hacen propia una mirada que no les pertenece, una mirada deformada, que destilan los poderosos de cada tiempo y lugar para seguir manteniendo su dominio.
El turista extranjero no molesta, sí el inmigrante pobre, muchas veces creemos que son casos de xenofobia o racismo pero en verdad se trata de aporofobia.
La aporofobia es de penetración silenciosa y actúa siempre como factor deformante de la realidad, se va filtrando en el pensamiento colectivo, va contaminando el sentido común y sabe ocultarse detrás de ciertos supuestos que, a fuerza de repetirse, reclaman legitimidad de verdad y este es un punto clave; quien desprecia asume una actitud de superioridad con respecto al otro porque se siente legitimado para odiar, para hacer del pobre un objeto de rechazo, aunque esa presunta superioridad no tenga realmente la menor lógica ni validación racional.
Unicef nos dice que uno de los sectores más castigado por la pobreza en nuestro país es el de los jóvenes que tienen entre 13 y 17 años, ya que casi la mitad son pobres y desocupados, que han desertado de la escuela, que no tienen acceso a métodos anticonceptivos y son presa fácil del narcomenudeo. Es fácil, entonces, estigmatizarlos, perseguirlos, odiarlos, hacer que ellos aparezcan culpables de ser pobres aunque apenas tengan menos de 18 años.
La meritocracia, tan de moda en estos tiempos, es el concepto que otorga el pasaporte para odiar a los pobres, es la puerta de acceso a la aporofobia, desprecia a los que han fracasado en la vida, a los que no han tenido posibilidad alguna, o simplemente han tenido mala suerte; la meritocracia legitima la aporofobia, aunque no haya nada en el mundo más inocente, libre de culpa que un niño pobre. Los seres humanos tenemos dignidad y la dignidad no depende de nuestro nivel de ingresos.
En nuestro país, como en muchos otros, se castiga penalmente la xenofobia y el racismo, e incluso la homofobia es ya un mal que se combate también con la ley, pero pareciera ser que la aporofobia cuenta con licencia para envenenarnos, no existe legislación suficiente ni siquiera un castigo moral contundente, para quienes exhiben un odio de clase, un odio hacia el pobre y, a lo sumo, se habla de “grieta” un concepto ambiguo como siempre son los que terminan justificando todo mal.
En agosto de este año tres jóvenes en situación de calle que pernoctaban en la estación Uruguay de la línea B de subtes fueron atacados por dos personas, que los rociaron con nafta y los prendieron fuego.
El Facundo y el Martín Fierro inventaron el campo de batalla en la literatura para la lucha de clases en nuestro país, que lleva un siglo de antagonismos. Pero ahora, es tiempo ya de tomar conciencia, de reclamar leyes contra el odio al pobre, sensibilizar, actuar cotidianamente en el quehacer personal, para que no siga propagándose, para impedir que la aporofobia nos siga envenenando como sociedad y nos arrastre a la desintegración final.